En su cincuentenario
Franklin V. Sovero Hinostroza
Cincuenta
años cumpliría mi promoción. Lo digo absorto en ese peculiar
sentimiento, creo que muy serrano, de asociar la geografía de la
vida infantil a lo muy personal, “lo mío”, lo auténticamente
reconocido como propio. La casa en la que nacimos y vivimos con
nuestros padres, es “mi Casa”; el barrio de Yauyos (hoy distrito)
en el que desplegamos nuestras vitalida-des primarias, es “mi
Barrio”. Así, el colegio en la que descubrimos las letras, los
números, y quien sabe cuántas cosas más, es “mi colegio”.
La
mía, El colegio “San José” fue creado en 1858 como colegio
Municipal por el alcalde José Jacinto Rivera Falcón; once años más
tarde, en 1869, fue nacionalizado por el gobierno del Coronel José
Balta, siendo su inauguración, académica el 28 de Julio de 1869 en
su local propio ubicado en la esquina de los jirones La Libertad (hoy
Jirón Grau) y Jirón Sucre; a este acto, asistieron importantes
personalidades, como el precursor Dr. Bartolomé Herrera. La
denominación “San José” derivó del nombre del presidente José
Balta al que se agregó el vocablo “San”, costumbre religiosa de
la época. (En realidad esta fecha no me convence, porque
festejábamos el 26). Pero cierro los ojos, y me veo leyendo el
número inscrito en la parte superior de la puerta principal:
“Promoción 1963”. Hasta puedo escuchar a mi compañero de aula,
Braulio Pérez, diciéndome: “Que vieja es la casona”. Y esto fue
en 1963. Cuando apenas ella tenía 105 años.
Yo
estaba en el primer grado E. Había pasado del local de Grau una
vieja casa de estudios al moderno de la Avenida Ricardo Palma. La
misma avenida que tomaría el nombre del tradicionalista.
La
zona de El Porvenir se privilegió con aquella edificación que se
levantaba sólida y resplandeciente. Orgullo de un poderío económico
de clase media ascendente, pero sobre todo de un poderío educativo,
intelectual, formativo.
Habían
consagrado, inequívocamente, su vida a la Educación. Con una
profunda convicción culta, y avanzadas ideas acerca del modo de
“preparar hombres para la vida”, ejercitaban su vocación para el
magisterio de manera excepcional, con compromiso cívico, cultivando
el alma jaujina. Jauja siempre estaba predilecta. Jauja estaba en
sus sueños y sus ideales de una patria “con todos y para el bien
de todos”.
Mi
abuelo le había dicho a mi madre: “tendrá la mejor educación que
podamos darle” y
mi abuela decía: hijo estudia… estudia… mañana te dirán
doctor… y
así mi madre se sacrificó por darme una educación secundaria en el
mejor colegio de la provincia.
Tardé
muchos años en descubrir dimensiones de su pensar que escapaban a mi
mente inocente y juvenil, aunque no dudo que fueron sedimentando mi
carácter. Revisando los viejos materiales de la infancia, aquél
“libro” que llamábamos “La tediosa” del llama Castilla,
comprendí mucho más ampliamente el bregar calmo, pero contundente,
de los hermanos Olavo y Delgado Llallico que legítima los
apostolados, interconectaba las cimientes de su modelo formativo.
Que
no quede solo en mi apreciación. En el Discurso de despedida de la
graduación de 1963, oratoria revisada y consentida, como en las
mejores tradiciones de la Educación responsable, el ilustrado Luis
Caparó, decía: “… no nos olvidemos nunca del pueblo que llora y
sufre mucho. Seguiremos entonces a la Patria como el trozo de
humanidad en el que nacimos, y nos daremos cuenta de que solamente
lograremos su libertad cuando hayamos vencido la ignorancia y el
analfabetismo, y subyugado la inmoralidad y la deshonra.
Y
nos lanzaremos, jinetes de nuestros ideales, a reparar injusticias
sociales enormes, a enseñar deberes olvidados, a cicatrizar heridas
profundas de Patria enferma, a hacer olvidar rencores con justicia, y
ofensas con caridad de los cristianos.
No
idealizo. Simplemente observo, reconozco y me enorgullece saber que
más allá de la prédica, había acciones concretas. De alcance
limitado, sí. Pero sustentadas en un profundo amor y solidaridad, en
convicciones para compartir con orgullo.
Pero
poco a poco, en el exterior del edificio, más allá de la hermosa
reja perimetral que marcaba un adentro y un afuera, los estandartes
de san José ganadas los nueve de julio, 6 de agosto, etc… etc.
descolgaban de sus astas tradicionales.
Las
familias se precipitaban en saltos muchas veces irracionales. Dios se
desdibujaba de sus sacrosantos anaqueles. Cada día un nuevo pupitre
se quedaba vacío. Algo estaba sucediendo más allá del perímetro
de la Escuela. Pero el magnífico edificio, como un inmenso útero
materno, nos contenía, nos protegía. En su interior se seguía
proporcionando un mundo organizado y racional, en un contexto de
cambios convulsos. Era el prolegómeno de otra modificación
sustancial en la sociedad jaujina.
Ahora
impactando sobre la religiosidad, sobre las instituciones religiosas.
Algunos
desvaríos comenzaban a percibirse.
Confrontaciones
desde la duda empezaron a aparecer en el escenario público. La
Revolución “uchumayo” hacía emerger prejuicios no sin
fundamentos de la iglesia católica. “Un fantasma recorría el país
– parafraseando a Marx- Era el fantasma del Comunismo”.
En
el edificio de mi colegio la armonía fue desapareciendo. Chubascos
de volantes lanzados desde lo alto de las construcciones que daban
resguardo al patio interior, predisponían a los que leían las
octavillas.
“No
te dejes confundir por el comunismo”, “Las 5 tentaciones del
diablo son rojas”. No descarto que algunas hayan tenido contenidos
abiertamente contra-rrevolucionarios. También seguía adelante,
entre algunos estudiantes, el proceso de asimilación política de la
nueva situación del país. Recuerdo haber visto uniformes distintos
a los que usábamos los estudiantes. Tampoco eran sotanas. Al
interior de mi colegio se vivía lo que en todo el país se vivía:
apoyos incondicionales y rechazos radicales, contradicciones,
definición de posturas en busca de la transacción, del respeto a
los intereses. Nadie sabía lo que era una revolución, ni como se
hacía. Lo menos que se podía esperar era lo que estaba sucediendo.
En
su interior comenzaron a desaparecer los chistes, las maldades
comunes. Estábamos como enmudecidos. El Edificio se veía sombrío.
No era el silencio de la disciplina el que predominaba. Creo que era
el silencio de la incertidumbre. El año había recién comenzado,
los jóvenes, tiene muchas incógnitas; los horizontes se oscurecen
con nubes negras…” ¿era acaso un presagio, una premonición?
Tengo
un gran vacío documentario sobre lo que sucedió. Mi vocación no es
de historiador. Solo soy un narrador de sentimientos. Mis vivencias
las llevo al papel. De
modo
que lo que conservo es que en diciembre de 1963 fue mi última salida
del edificio de mi colegio. Fue por la puerta trasera, porque la de
delante era para los principales.
Muchos años pasaron antes de que volviera a pasar por mi colegio.
Los nuevos tiempos me llevaron a lugares insospechados con nuevos
compañeros de estudio – campos desolados por intrincados lugares
de la zona, Un mundo desconocido en el que podía ejercer una
vocación en la que me había educado. Encontré a algunos
compañeros de mi colegio, en la Oroya, Huancayo o Lima. Con Sergio
(sedgio) Castillo pasamos muchos años,”. Allí llegamos por
voluntad propia a contribuir al desarrollo del país.
Algunos
de mis compañeros de colegio corrieron otra suerte, triste,
lamentable, dolorosa: desgarramiento familiar, prisión.
¿En
qué extraño trance cayeron los que no entendieron, los que no
entendimos - porque no quiero excluirme de los que cometieron errores
- que la historia que solo es ruptura se contradice a sí misma,
contraviene su propio sentido?, ¿Cómo no En-tendimos que la
historia no es el cuento que los doctos o los profanos hacen, sino
los sucesos reales que dejan marcas indelebles en la vida real de las
personas, de las ciudades, de las naciones?, ¿Cómo olvidamos que
hasta en la bastardía están los cimientes de nuestra nación, que
somos hijos de una violación cosmogónica de la que supimos
recuperar, transformar y crear, pero no olvidar?. ¿Dejar de ser
Cató-licos suponía que teníamos entonces que dejar de ser buenas
personas, porque solo los revolucionarios son buenas personas?
¿Teníamos que lanzar al olvido las enseñanzas de los hermanos, su
invitación constante y ejemplar a hacer filas con la virtud, la
humildad, el respeto, el conocimiento, la vocación de servicio?
Se
sumaron también los equívocos del otro lado. No devalúo para nada
el impacto de terribles sucesos en los que buena parte de la Iglesia
católica, como institución, se negó a sí misma (¿o no?). Fue
escudo de un asesino, y así, garra de las sombras luciferinas. Se
alejó de la sotana verde oliva del padre Rivera, para ser bordaje en
oro de lo peor de la burguesía en estampida. Comulgó a corruptos
sin pasar ni tan siquiera por el juicio de Dios y el debido
arrepentimiento. Se dejó arrastrar por la defensa de la inmovilidad,
cuando el reto era cambiar. La ortodoxia eclesiástica no fue capaz
de trascenderse a sí misma. Su epistemología de la resistencia, no
la dejó pensar en la oportunidad de crecer. Se armó de la negativa.
Se parapetó en sus templos cerrados. Se enquistó.
Todo
esto herrumbraba lo edificado. El inmueble de mi colegio se me
antojaba como una visión sejllapucarina. Como si todo lo malo se
depositara en sus paredes, que se descascaraban dejando al desnudo un
inmenso vacío. La nada.
Julio
Lobe, Sergio Castillo, Sánchez Andoisa, Luis Ponce, Sovero
Valladares, Ramos Sovero, Naveda, y muchos más. Se trataría de un
remiendo a la memoria. Un deber de corazón. Nada más. Mucho más.
Tenía
la esperanza de encontrar a alguien a quien comentarle mi idea, tal
vez intempestiva. Quería acercarme al aula de primer grado en la
que el auxiliar Salupo nos llenaba el alma de ganas de aprender. Y lo
hice. Cargado de sueños y temores volví a entrar al edificio.
En
el año 2003, premunido del honor de haber ganado el concurso para
ser Director regional La batalla entre la memoria emocional y la
razón fue desgarradora. La primera buscaba sus referencias mnémicas
en las que todo aparecía como detenido en el tiempo. La segunda,
precisamente esgrimía al tiempo para entender lo que la mirada le
imponía. El edificio había sido maquillado. Más en sus fachadas
externas. Mucho menos en sus espacios internos. Pintura de bajo costo
intentaba cubrir el abandono. Y el entonces director Carhuallanqui ni
saludo ni indiferencia.
Retazos
de madera de baja calidad parcheaban la falta de ventanas y
fragmentos de carpeta por doquier. Las impresiones primeras me
convocaban a la molestia. Pero el corazón emergió para hacer
visible lo invisible: algo trataba de hacerse. No era la simple
aritmética de “algo mejor que nada”. Era recuperar el
significado sólidamente
inscrito
en aquél edificio San José . Un edificio para ser colegio.
Hay
un destino ineluctable en aquella construcción.
Una
espiritualidad, que mixturada con piedra y polvo, con ansias y
desvelos, con victorias y derrotas, se había tornado resistente a
todos los embates, mi colegio, estaba allí. Impoluta. Erguida sobre
su propia historia.
Historia
que es parte de muchas otras historias.
Al
salir por el viejo portón corroído por su propia historia, el mismo
por el que un día entramos los que alguna vez allí estudiamos, el
que muestra la fecha de nacimiento de la edificación - “1910”,
recordé la inscripción conmovedora que, en la Tumba al Soldado
Desconocido de la fría Moscú, dice: “Aquí nada ni nadie está
olvidado”. Así, mi colegio no esta olvidado.